viernes, 8 de mayo de 2015

¿Duele el placer?

Por Adrián Calero Martínez  1º. BATX. N
SELECCIONADA CONCURSO INTERCENTROS


¿Puede el placer ser también ocasión de sufrimiento? Eso pensamos algunos cuando disfrutamos de novelas y películas de terror, cuando disfrutamos de lo macabro. O por ejemplo, en otro plano, cuando seguimos adelante con una relación personal o no dejamos una situación que en el fondo sufrimos o lamentamos. Porque hay situaciones o personas que nos duelen de verdad hasta el extremo de “desear no desear”. ¿Es acaso por qué preferimos el dolor a la nada?
¿Qué sentido tiene esto? ¿Qué peligros tiene? La formulación más sencilla de la cuestión que quiero tratar en esta disertación sería ¿por qué a veces encontramos satisfacción y placer en asuntos que sencillamente no lo tienen o no deberían tenerlo? Éste es propiamente el tema de esta disertación, que abordaré después de algunas consideraciones muy generales sobre  el mundo de los afectos, sentimientos y deseos.

Sobre los sentimientos y deseos chocan muchas veces con la realidad, no son fáciles de gestionar, nos impulsan a la acción, pero son fuente también de insatisfacción… aquello de  “cuanto más tenemos, más queremos”. Por eso, desde la Antigüedad, muchas teorías advierten que deberíamos estar por encima de ellos. Pero desde entonces y cada día se demuestra que son los deseos más bien los que nos sacan metros de ventaja. Los deseos pues son elementos indisociables de lo humano. O incluso más aún, ¿no son lo que nos hacen realmente humanos? Lo que nos diferencia del resto de las especies animales es que siempre deseamos, imaginamos y trazamos proyectos para hallar la satisfacción correspondiente. Pero eso no implica olvidar las lecciones de la ética clásica (o de las actuales teorías de la inteligencia emocional) que afirmaban que si no sabemos dominar los deseos y sentimientos, controlarlos o al menos conocerlos, seríamos sólo un montón de carne para ellos. Aunque eso, sabemos, cuesta tiempo y en la mayoría de las veces, salud.
Esa es pues la importancia y el valor de los deseos, pero,   volviendo a la cuestión a tratar, ¿hasta dónde podemos llegar buscando el placer que promete el deseo?. Empiezo con una metáfora: Si el placer fuese el final de un río, su desembocadura en el mar, desear sería el mismísimo cauce de ese rio.  Podemos hablar de "un río del deseo" que va avanzando, colonizando nuevos espacios, es decir buscando placer con cada vez con más profundas y ocultas tácticas. Y así se podría llegar a espacios en los que se acaba disfrutando con lo macabro y escatológico, donde no hay espacio para la alegría más convencional. Lugares también lejanos a la concepción del placer más tradicional.  Y luego también lugares (meandros de ese río del deseo) donde acabáramos encontrándonos insensibilizados, indiferentes, y al final indefensos, ante cualquier estimulo. ¿Podríamos por ese camino llegar a perder sensibilidad y volvernos insensibles al placer? ¿Pueden nuestros métodos o tácticas quedarse pequeños para nuestro gran abanico de posibilidades (muchas ya experimentadas)?
Todo ello lo creo posible porque es difícil conformarse con lo que hay. Inconformismo e insatisfacción son rasgos muy humanos, porque somos seres llenos de contradicciones y repletos de anhelos interminables.
Para evitar esa sequía final, a la que nos conduciría el no conformarse con lo ya experimentado, una postura moral naturalista, desde siempre, ha defendido elegir deseos naturales, los más instintivos, aquellos que nuestra genética siempre compensa con placer fisiológico. Pero eso ¿no nos igualaría a una bacteria o a un virus, en los cuales está fisiológicamente determinado su deseo de sobrevivir? Además los seres humanos hemos evolucionado culturalmente hasta encontrar modos de satisfacer y fabricar deseos que van más allá del ámbito puramente biológico. Creo que hablar de deseo, en los humanos, remite a nuestra necesidad también natural de modificarnos y desarrollar una capacidad de transmitir comportamientos y conductas a generaciones siguientes de manera no exclusivamente genética.
Por tanto, la respuesta a la inicial cuestión planteada sobre por qué encontramos placer en asuntos no placenteros, podría tener una sencilla solución: nos acercamos a lo temido, a lo horroroso, a lo que nos duele algo, para tomar el control, o al menos lograr una ilusión cerebral (psíquica) de que lo hacemos, frente a una realidad llena de incertidumbre y que nos desahucia a lo desconocido. Es un hecho que experimentar miedo ante lo desconocido, en ciertos contextos es sano, nos protege de peligros al tiempo que encontramos la distancia que nos permite analizarlos. Hay contextos hostiles, pero también contextos demasiado plácidos. El miedo puede invocar nuestro coraje y puede prepararnos también para situaciones que, a no ser por él, nunca hubieran sido provechosas: “aprender de los errores”, como es conocido, es un buen método educativo.
Por ejemplo,  se sabe que el ser humano se siente inclinado a recrear escenas pavorosas con el fin de ganar cierto control sobre el origen de esos miedos y hacer más manejables las fobias y de esa manera nuestras vidas. “Miedo para todos”, pero a la manera de Aristóteles, en su justa medida. De esa manera el miedo puede ser una energía útil: podemos aprovecharnos del miedo, del mismo modo que hace él de nosotros. Nada de esto es nuevo, muchos relatos y mitos milenarios ya suministraban buenas dosis de emociones e inyecciones de placer y terror, y a la vez apaciguaban “catárticamente” dichas sensaciones.
Pero, insistamos en el extremo y en el peligro, ¿podríamos llegar a ese punto donde nuestro “rio de deseo”, que quiere desembocar en el placer total, acabara contaminándose? ¿En qué sentido? Podemos acostumbrarnos al miedo, regodeamos con él, gustar sufrir “tales miedos” hasta lo escabroso sólo para experimentar sensaciones placenteras, para colmarnos de un éxtasis temporal. Pero entonces nos descubrimos también desnudos ante una verdad innegable: nos duele el placer. Entonces: ¿evitaré el placer que acaba en dolor? o ¿asociaré estas dos percepciones tan cercanas y distantes a la vez en un único concepto? ¿Cómo alejarse del sufrimiento y desear al mismo tiempo su justa medida? ¿Deseos dolorosamente placenteros, o placenteramente dolorosos?  ¿Por qué? ¿De dónde? ¿Qué necesidad?
Acudo finalmente  a Freud para aclarar algo estas contradicciones. El autor de “El malestar de la cultura” describe la búsqueda imposible del placer, los peligros que ello comporta, las “soluciones civilizadas” que inventamos para conjurarlos y la infelicidad y neurosis que eso nos proporciona al final.
Para Freud, la civilización exige demasiado a la naturaleza humana,  demasiadas instituciones para domesticarla, pero también muchas personas que no van a admitir una interferencia tan drástica en sus deseos apasionados, en sus necesidades instintivas que siguen en el inconsciente. Los impulsos Eros (amor) y Thanatos (dolor y muerte) que gobiernan la naturaleza humana están siempre presentes en individuos y sociedades, pueden inhibirse, pero resurgen siempre. No es optimista Freud y supone que los seres humanos son capaces de destruirse siguiendo su naturaleza más salvaje, o cuando los conocimientos culturales y técnicos adquiridos se ponen al servicio de esos impulsos básicos, sobre todo el de Thanatos.
De nada sirven represiones excesivas en la humanidad, pues son fuente de angustia y de sufrimiento. Mejor son los ideales y valores, sublimaciones para dominar el instinto de muerte, pero también hay que desmitificarlos para que no se transformen en instrumentos de tortura para la vida de los individuos. Pero el hombre al final ha de vender posibilidades de felicidad para hacer posible una vida social (la civilización) más segura, menos destructiva.
Eros ni Thanatos no desaparecen, pero se necesita un equilibrio entre ambos, entre el deseo de amor-placer y el deseo de dolor. Por tanto placeres y dolores pueden mezclarse en fórmulas culturalmente variadas. No siempre la frontera está clara, porque ambos son impulsos permanentes en la persona. Pero podemos encontrar maneras de combinarlos, de dosificarlos, de sublimarlos también, si queremos que el río del deseo no se contamine demasiado o se seque… porque no quede ya nada que nos satisfaga, porque se haya agotado, o destruido individual o socialmente, en fin para hacer que siga conduciendo nuestra vida.


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