Por Adrián Calero Martínez 1º.
BATX. N
SELECCIONADA CONCURSO INTERCENTROS
¿Puede el placer ser
también ocasión de sufrimiento? Eso pensamos algunos cuando disfrutamos de
novelas y películas de terror, cuando disfrutamos de lo macabro. O por ejemplo,
en otro plano, cuando seguimos adelante con una relación personal o no dejamos
una situación que en el fondo sufrimos o lamentamos. Porque hay situaciones o
personas que nos duelen de verdad hasta el extremo de “desear no desear”. ¿Es acaso
por qué preferimos el dolor a la nada?
¿Qué sentido tiene esto?
¿Qué peligros tiene? La formulación más sencilla de la cuestión que quiero
tratar en esta disertación sería ¿por
qué a veces encontramos satisfacción y placer en asuntos que sencillamente no
lo tienen o no deberían tenerlo? Éste es propiamente el tema de esta
disertación, que abordaré después de algunas consideraciones muy generales
sobre el mundo de los afectos,
sentimientos y deseos.
Sobre los sentimientos y deseos chocan muchas veces con la realidad, no son fáciles de
gestionar, nos impulsan a la acción, pero son fuente también de insatisfacción…
aquello de “cuanto más tenemos, más
queremos”. Por eso, desde la Antigüedad, muchas teorías advierten que
deberíamos estar por encima de ellos. Pero desde entonces y cada día se
demuestra que son los deseos más bien los que nos sacan metros de ventaja. Los
deseos pues son elementos indisociables de lo humano. O incluso más aún, ¿no
son lo que nos hacen realmente humanos? Lo que nos diferencia del resto de las
especies animales es que siempre deseamos, imaginamos y trazamos proyectos para
hallar la satisfacción correspondiente. Pero eso no implica olvidar las
lecciones de la ética clásica (o de las actuales teorías de la inteligencia
emocional) que afirmaban que si no sabemos dominar
los deseos y sentimientos, controlarlos o al menos conocerlos, seríamos sólo un
montón de carne para ellos. Aunque eso, sabemos, cuesta tiempo y en la mayoría
de las veces, salud.
Esa es pues la
importancia y el valor de los deseos, pero,
volviendo a la cuestión a tratar, ¿hasta dónde podemos llegar buscando el
placer que promete el deseo?.
Empiezo con una metáfora: Si el placer fuese el final de un río, su
desembocadura en el mar, desear sería el mismísimo cauce de ese rio. Podemos hablar de "un río del deseo" que va avanzando, colonizando nuevos
espacios, es decir buscando placer con cada vez con más profundas y ocultas
tácticas. Y así se podría llegar a espacios en los que se acaba disfrutando con
lo macabro y escatológico, donde no hay espacio para la alegría más
convencional. Lugares también lejanos a la concepción del placer más
tradicional. Y luego también lugares
(meandros de ese río del deseo) donde acabáramos encontrándonos
insensibilizados, indiferentes, y al final indefensos, ante cualquier estimulo.
¿Podríamos por ese camino llegar a perder sensibilidad y volvernos insensibles
al placer? ¿Pueden nuestros métodos o tácticas quedarse pequeños para nuestro
gran abanico de posibilidades (muchas ya experimentadas)?
Todo ello lo creo
posible porque es difícil conformarse con lo que hay. Inconformismo e
insatisfacción son rasgos muy humanos, porque somos seres llenos de
contradicciones y repletos de anhelos interminables.
Para evitar esa sequía
final, a la que nos conduciría el no conformarse con lo ya experimentado, una
postura moral naturalista, desde siempre, ha defendido elegir deseos naturales,
los más instintivos, aquellos que nuestra genética siempre compensa con placer
fisiológico. Pero eso ¿no nos igualaría a una bacteria o a un virus, en los
cuales está fisiológicamente determinado su deseo de sobrevivir? Además los
seres humanos hemos evolucionado culturalmente hasta encontrar modos de satisfacer
y fabricar deseos que van más allá del ámbito puramente biológico. Creo que
hablar de deseo, en los humanos, remite a nuestra necesidad también natural de
modificarnos y desarrollar una capacidad de transmitir comportamientos y
conductas a generaciones siguientes de manera no exclusivamente genética.
Por tanto, la respuesta
a la inicial cuestión planteada sobre por qué encontramos placer en asuntos no
placenteros, podría tener una sencilla solución: nos acercamos a lo temido, a
lo horroroso, a lo que nos duele algo, para tomar el control, o al menos lograr una ilusión cerebral (psíquica)
de que lo hacemos, frente a una realidad llena de incertidumbre y que nos
desahucia a lo desconocido. Es un hecho que experimentar miedo ante lo desconocido,
en ciertos contextos es sano, nos protege de peligros al tiempo que encontramos
la distancia que nos permite analizarlos. Hay contextos hostiles, pero también
contextos demasiado plácidos. El miedo puede invocar nuestro coraje y puede
prepararnos también para situaciones que, a no ser por él, nunca hubieran sido
provechosas: “aprender de los errores”, como es conocido, es un buen método
educativo.
Por ejemplo, se sabe que el ser humano se siente inclinado
a recrear escenas pavorosas con el fin de ganar cierto control sobre el origen
de esos miedos y hacer más manejables las fobias y de esa manera nuestras
vidas. “Miedo para todos”, pero a la
manera de Aristóteles, en su justa medida. De esa manera el miedo puede ser una
energía útil: podemos aprovecharnos del miedo, del mismo modo que hace él de
nosotros. Nada de esto es nuevo, muchos relatos y mitos milenarios ya
suministraban buenas dosis de emociones e inyecciones de placer y terror, y a
la vez apaciguaban “catárticamente” dichas sensaciones.
Pero, insistamos en el
extremo y en el peligro, ¿podríamos llegar a ese punto donde nuestro “rio de
deseo”, que quiere desembocar en el placer total, acabara contaminándose? ¿En
qué sentido? Podemos acostumbrarnos al miedo, regodeamos con él, gustar sufrir
“tales miedos” hasta lo escabroso sólo para experimentar sensaciones
placenteras, para colmarnos de un éxtasis temporal. Pero entonces nos
descubrimos también desnudos ante una verdad innegable: nos duele el placer. Entonces: ¿evitaré el placer que acaba en
dolor? o ¿asociaré estas dos percepciones tan cercanas y distantes a la vez en
un único concepto? ¿Cómo alejarse del sufrimiento y desear al mismo tiempo su
justa medida? ¿Deseos dolorosamente placenteros, o placenteramente
dolorosos? ¿Por qué? ¿De dónde? ¿Qué
necesidad?
Acudo finalmente a Freud para aclarar algo estas
contradicciones. El autor de “El malestar de la cultura” describe la búsqueda
imposible del placer, los peligros que ello comporta, las “soluciones
civilizadas” que inventamos para conjurarlos y la infelicidad y neurosis que
eso nos proporciona al final.
Para Freud, la civilización
exige demasiado a la naturaleza humana,
demasiadas instituciones para domesticarla, pero también muchas personas
que no van a admitir una interferencia tan drástica en sus deseos apasionados,
en sus necesidades instintivas que siguen en el inconsciente. Los impulsos Eros
(amor) y Thanatos (dolor y muerte) que gobiernan la naturaleza humana están
siempre presentes en individuos y sociedades, pueden inhibirse, pero resurgen
siempre. No es optimista Freud y supone que los seres humanos son capaces de
destruirse siguiendo su naturaleza más salvaje, o cuando los conocimientos
culturales y técnicos adquiridos se ponen al servicio de esos impulsos básicos,
sobre todo el de Thanatos.
De nada sirven
represiones excesivas en la humanidad, pues son fuente de angustia y de
sufrimiento. Mejor son los ideales y valores, sublimaciones para dominar el
instinto de muerte, pero también hay que desmitificarlos para que no se
transformen en instrumentos de tortura para la vida de los individuos. Pero el
hombre al final ha de vender posibilidades de felicidad para hacer posible una
vida social (la civilización) más segura, menos destructiva.
Eros ni Thanatos no
desaparecen, pero se necesita un equilibrio entre ambos, entre el deseo de amor-placer
y el deseo de dolor. Por tanto placeres y dolores pueden mezclarse en fórmulas
culturalmente variadas. No siempre la frontera está clara, porque ambos son
impulsos permanentes en la persona. Pero podemos encontrar maneras de
combinarlos, de dosificarlos, de sublimarlos también, si queremos que el río
del deseo no se contamine demasiado o se seque… porque no quede ya nada que nos
satisfaga, porque se haya agotado, o destruido individual o socialmente, en fin
para hacer que siga conduciendo nuestra vida.
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